miércoles, 10 de octubre de 2007

Historias Indigenas

Decían nuestros antiguos, nuestros ancianos los más primeros que llegaron a nuestras tierras, que cuando nació el mundo, los dioses dieron una forma de organizar a nuestros pueblos.
Porque antes de que llegara el yori acá, el agua era para beber y daba vida, los árboles crecían, la tierra daba frutos y nada se compraba ni se vendía, ni mucho menos los hombres y mujeres.
Y dice que dieron a organizarse y encargar a alguien que llevara el buen gobierno. El buen gobierno —dicen nuestros antiguos— es el que obedece al pueblo, no el que lo manda. Y que para que los pueblos supieran a quien tenían que mandar, le dieron en la vara de mando o el bastón de mando para señalarlo. Así el pueblo sabía quién era que debía obedecer, a quién había que darle orden y quién tenía el cargo de cumplir la voluntad de los pueblos.

Así pasó, así nació la vara de mando en los pueblos indios: no para mandar, sino para obedecer. Y era para que cada pueblo supiera a quién tenía que darle orden. Pero también dijeron, estos dioses que hacen el mundo, que no podía ser una orden individual. Que la única forma de hacer que el que tuviera el bastón de mando o la vara de mando obedeciera, era que el pueblo se juntara, hiciera de todas las voces una sola voz y en colectivo dijera su voluntad. Y aquel que llevaba el bastón de mando tenía que cumplirla.
Eso era antes de que llegara el yori, el rico, a conquistar estas tierras.

Cuentan también una historia: que entre esos dioses se les olvidaba mucho lo que hacían o no eran capaces de ver muy lejos, a excepción de uno: el dios guerrero, que era el que tenía la capacidad de ver lo que iba a pasar después.
Y cuentan que ese dios guerrero era el encargado de cuidar al sol, que era el que daba la vida a estas tierras. Y que para poder hacerlo se hizo venado. Y que miraba cuando el sol se guardaba en las sábanas de las aguas —en el mar frente al pueblo yoreme— y corría después de beber en el Río Mayo, corría hasta las montañas del sureste mexicano al Río Jataté, y bajo la ceiba —el árbol madre— volvía a ver, a beber el agua, y a ver que el sol volviera a salir cabal, completo.
Y cada día y cada noche, el dios guerrero, el venado, iba de un lado a otro, desde el pueblo yoreme hasta el pueblo maya para ir a cuidar cuando el sol se acostaba y cuando se levantaba. Cada vez que iba caminando y caminando, cada vez va marcando más su trilla, su camino, y se va haciendo cada vez más hondo.
Los demás dioses se burlaron, le dijeron que cada vez que iba y venía, iba haciendo cada vez más hondo y que se iba enterrando. Y el dios guerrero, el venado, dijo: “no me estoy enterrando, estoy brotando”. Y nadie entendió qué era lo que pasaba.
Después llegó el yori, el rico, y volteó nuestro mundo. Hizo que el que tuviera el bastón de mando —el gobierno— se convirtiera en un mal gobierno. Y empezará a mandar. Y obligó a los pueblos, a todos los pueblos indios de nuestro país que es México a obedecer. Pero antes no era así.
Y ese rico empezó a servir, ese mal gobierno empezó a servir al que tiene mucho y a hacerle daño y a lastimar a los pueblos indios de este país y a sus gentes, a sus hombres y mujeres.
Vieron los dioses que estaba saliendo mal el asunto y decían: “¿qué es lo que está pasando?, que no sabemos qué pasa, ¿por qué estos pueblos aceptan que alguien de fuera los mande?”.
Y entonces no supieron qué hacer y se reunieron hace muchos años los pueblos indios de México, y sacaron el acuerdo de que no habían estado cabal, que algo les faltaba en el cuerpo, en el corazón, en la sangre.
Y encargaron a uno de los pueblos indios de la costa del Pacífico, que buscara remedio. Empezaron a ver cómo le iban a hacer, y vieron que se necesitaban: la dignidad, el respeto a uno mismo, el respeto a la raza y el respeto al diferente.
Y acordaron que había que juntar esa sangre y repartirla lo más que se pudiera, para que se levantara el yoreme, el maya, el purépecha, el huichol, el tarahumara, el raramuri, el o’odham, el comca’ac, el pima, para volver a exigir su derecho.
Y salió una flecha de territorio del Pacífico de los pueblos indios e hirió al sol cuando más cansado estaba, cuando ya había caminado todo el día y estaba por acostarse, y lo hirió en un costado, en el sol, y empezó a sangrar.
Esa sangre se juntó en una gran nube, que luego fue exprimida, apretada sobre el territorio, las montañas de todo el país en México, y empezó a salpicar sangre —dignidad se llamaba—, empezó a salpicar sangre entre toda la gente de abajo. Pero no a todos les alcanzó: sólo algunos hombres y mujeres alcanzaron a pintarse con esa sangre de dignidad. Y por eso sabemos bien —ustedes y nosotros— que hay yoreme que tiene el corazón de yori, y hay yoris que tienen el corazón de yoreme.
Ésos que se quieren rebelar, ésos que tienen dignidad, son los que fueron manchados por esa sangre.
Llegó el momento. Dicen nuestros mas antiguos, nuestros más viejos, que si el yori volteó el mundo de cabeza y puso al que trabaja abajo, y al holgazán arriba —enriqueciéndose—, que tenemos que voltear el mundo otra vez, para que quede cabal. Y que queden arriba los pueblos y abajo los gobiernos. Que queden arriba los que manden y abajo los que obedezcan. Y entonces el jefe guerrero, el jefe venado, no se hundirá en el tierra, sino que empezará a emerger porque el mundo se volteó otra vez.
Eso es lo que nos cuentan y ese el mensaje que traemos nosotros.
Llegó el momento en que el mensajero, el gran mensajero que nosotros reconocemos, que es el Congreso Nacional Indígena —que tiene la sangre de todos los 62 pueblos que pueblan este país— nos una y nos ayude a unir otra vez el Río Mayo con el Río Jataté, la ceiba con la Isla del Tiburón del comca’ac, con la montaña desnuda de árboles, la pura roca del o’odham, con la montaña del pima, con el río del yaqui. Y podamos juntos levantarnos, voltear el mundo de cabeza y que se caigan de una vez, con ese movimiento, los que están allá arriba.
Dicen nuestros antiguos, nuestros ancianos, que cada vez que hay un cambio en el mundo desaparece una raza y que, hasta ahora, siempre desaparecen las razas de los pueblos indios. Dicen que en esta vez, la raza que tiene que desaparecer es la de los políticos y la de los ricos, para que podamos vivir nosotros.
En esos primeros mensajeros que hubo, que unían al pueblo yoreme con el pueblo maya, dejaban sus señales. Y esas señales están desapareciendo. Está muriendo el Río Mayo, está muriendo el río yaqui, la Isla del Tiburón quiere ser convertida en mercancía, la roca desnuda de los o’odham quiere ser vendida, la ceiba maya quiere ser asesinada.
Si eso desaparece, si esas señales que tenemos para caminarnos desaparecen, andaremos el resto de nuestra vida perdidos como si estuviéramos muertos, aunque hablemos, comamos, caminamos y durmamos.
Lo que estamos pidiendo pues, como zapatistas, como indígenas guerreros mayas al yoreme, es que nos unamos en el Congreso Nacional Indígena. Que juntos nos organicemos y volvamos a recuperar la tierra, que será recuperar la vida. La tierra del yoreme tiene que ser mandada por el yoreme, por nadie más. El fruto y la riqueza que tiene, debe ser para el pueblo yoreme, para nadie más. Es la última oportunidad que tenemos para salvar esta tierra, si no la defendemos morirá todo lo que ahora vemos, lo que tuvieron nuestros antepasados y lo que debieran tener nuestros hijos.